domingo, 5 de abril de 2015

Fernandito "El Pelliquero".


Andaba de un lado para otro cubierto con sus oscuros harapos, el rostro renegrido, la gorra calada y el sempiterno saco colgado al hombro, en cuyo bulto se adivinaban las pieles que daban origen al mote que completaba su nombre, curiosamente siempre mencionado con un diminutivo que en modo alguno constituía una muestra de cariño, ni siquiera de conmiseración, hacia el personaje.
Siempre fue objeto de las  burlas de los muchachos del pueblo, que, envalentonados, competían para ver cual de ellos lo abucheaba y lo injuriaba con más vehemencia, con esa crueldad gratuita que suelen conciliar los infantes con grandes dosis de inocencia y candor, ante la sonrisa cómplice, cuando no la risa abierta, de los hombres, que se miraban entre ellos llevándose el índice a la sien, convencidos de que un "loco" no llega siquiera a ser una persona, transmitiendo esa insidia a los más pequeños. Solamente las mujeres, por naturaleza propensas a la caridad y la compasión, esbozaban un gesto de desaprobación mientras trataban de impedir que la mofa continuara, que una vez tras otra el coro de voces entonara la repetida cantinela:
Fernandito el Pelliquero
se acuesta en un baúl,
respira por un bujero
gato, miau, sape, fú.
Y Fernandito continuaba su marcha impertérrito, como si no fuera consciente de ser el centro de todas las miradas, de todos los comentarios, de toda la crueldad.... Y de tanto en tanto se paraba y elevaba la mirada al cielo, como lo hace un loco a decir de la gente; aunque también pudiera ser como lo hace un místico. Alzaba su cara afilada con el gesto transido, el mismo que transfigura el rostro de  los santos y los frailes inmortalizados por el Greco o Zurbarán en ese instante de comunión con su Altísimo, con ese Dios que los atormentaba o los elevaba al éxtasis más absoluto, e iniciaba quién sabe si un monólogo o una conversación con alguien que lo escuchaba en las alturas, quizá pidiendo justicia que reparara el expolio de su casa que él achacaba a la administración, o quizá simplemente pidiéndole a Dios que perdonara a quienes lo hostigaban, que, al fin y al cabo, eran unos pobres locos que no sabían lo que hacían.

A. Ortiz